Open – Memorias – Andre Agassi
Este es el épico relato en primera persona de la última victoria de la carrera del tenista Andre Agassi en el Open USA de 2006, contada en el primer capítulo de su apasionante autobiografía. Te guste o no el tenis, te conmoverá.
Ejemplifica muy bien la biografía, nada fácil, de Andre Agassi, uno de los mejores jugadores de la historia, uno de los dos únicos jugadores masculinos en ganar el “Golden Slam” (ganar los cuatro torneos “Grand Slam” y los Juegos Olímpicos a lo largo de su carrera). El otro tenista en conseguir ese logro increíble es Rafael Nadal.
Un tenista que, a pesar de declarar que siempre ha odiado el tenis, supo luchar hasta el final de su carrera deportiva, y luego fue capaz de reorientar su vida, después de retirarse como tenista, a ayudar a que otros niños tengan la buena educación que él no tuvo, e la Andre Agassi College Preparatory Academy.
La última victoria del tenista que odiaba el tenis (31 de agosto de 2006)
El primer set es un paseo y gano 6-4. La pelota obedece todas y cada una de mis órdenes. Mi espalda también. Noto el cuerpo líquido, tibio. La cortisona y la adrenalina trabajan juntas. Gano el segundo set 6-4. Veo la línea de meta.
Durante el tercer set empiezo a cansarme. Pierdo concentración y control. Baghdatis, entre tanto, cambia su plan de juego. Juega ayudado por la desesperación, una sustancia más potente que la cortisona.
Empieza a vivir en el ahora. Asume riesgos y todos los riesgos le compensan. Ahora la pelota me desobedece a mí, y todo conspira en su favor. Sistemáticamente rebota del lado que a él le conviene, lo que le da confianza. Veo la confianza en el brillo de sus ojos.
Su desesperación inicial se ha convertido en esperanza. No. En ira. Ya no me admira. Me odia. Y yo le odio a él, y ahora los dos enseñamos los dientes y gruñimos e intentamos quitarnos mutuamente lo que tenemos.
El público se alimenta de nuestra ira, grita, golpea el suelo con los pies a cada punto. No es tanto que aplaudan como que abofetean las manos, y todo suena primitivo y tribal.
Él gana el tercer set 6-3.
Voy ganando 2 sets a 1, pero no puedo hacer nada para frenar la carnicería que Baghdatis está cometiendo. Todo lo contrario, la cosa empeora. No en vano él tiene 21 años y apenas empieza a calentarse. Yo tengo 36.
Ha encontrado su ritmo, su razón para estar ahí, en la pista, su derecho de estar ahí, mientras que yo he consumido ya mis energías renovadas, y soy dolorosamente consciente de que el tiempo actúa en mi contra.
No quiero jugar un quinto set. No estoy para aguantar un quinto set. Empiezo a asumir mis propios riesgos. Me pongo por delante: 4-0. Ya le he roto el servicio dos veces, y una vez más la línea de meta aparece ante mí, a mi alcance. Siento la fuerza magnética que tira de mí.
Pero entonces siento el tirón de mi otra fuerza. Baghdatis empieza a jugar su mejor tenis. Acaba de acordarse de que es el número 8 mundial. Da golpes que no sabía que tuviera en su repertorio.
Yo he puesto el listón peligrosamente alto, pero ahora él me supera. Me rompe el saque y consigue el 4-1. Con el suyo se pone 4-2.
Ahora llega el juego más importante del partido. Si lo gano, recobro el dominio del set, y vuelvo a meterle en la cabeza y yo en la mía la idea de que si me ha roto un saque ha sido por suerte.
En cambio si pierdo, nos ponemos 4-3, y el contador se pone a cero. Nuestra noche vuelve a empezar. Aunque nos hayamos estado machando durando 10 rounds. Si pierdo este juego, el combate empieza de nuevo.
Jugamos a un ritmo frenético. Él echa el resto, lo da todo…Y gana el juego. Va a ganar este set. Prefiere morir a perder este set. Él lo sabe, yo lo sé, y todo el público lo sabe. Hace veinte minutos, yo estaba a dos juegos de ganar. Ahora estoy a punto de derrumbarme.
Gana el set 7-5, y empata el partido a 2 sets.
Empieza el quinto set. Saco yo, tembloroso, sin saber bien si mi cuerpo aguantará otros diez minutos enfrentándome a un jugador que parece cada vez más joven, más fuerte.
Me digo a mí mismo: no permitas que tu carrera de tenista acabe así. Así no, desaprovechando una ventaja de dos sets.
Baghdatis también habla consigo mismo, se espolea a sí mismo. Vamos montados en un columpio. Él comete un error, yo cometo otro. Él va a por pelotas imposibles, yo más.
El saque es mío y vamos 40 iguales, y jugamos un punto de locos que termina cuando él me lanza una dejada de drive que yo estrello contra la red. Me grito a mí mismo.
Ventaja para Baghdatis. Es la primera vez que me pongo por detrás de él en toda la noche.
Aleja esa idea. Controla lo que está en tu mano controlar, Andre.
El siguiente punto lo gano yo. Otra vez iguales. Euforia.
Le cedo el siguiente punto. Un revés a la red. Ventaja para Baghdatis. Depresión.
También gana el siguiente punto, gana el juego y me pongo 1-0 abajo.
Nos dirigimos a nuestras sillas. Oigo que el público susurra los primeros epitafios para Agassi. Doy un sorbo de Agua de Gil, sintiéndome lástima de mí mismo, sintiéndome viejo.
Miro a Baghdatis, preguntándome si él se sentirá superior. Pero veo que le pide a un asistente que le dé un masaje en las piernas. Solicita un tiempo para una consulta médica. Tiene un tirón en el cuádriceps izquierdo. ¿Y todo lo anterior me lo ha hecho con un calambre en el cuádriceps?
El público aprovecha la pausa para entonar sus cánticos. “¡Vamos, Andre! ¡Vamos, Andre!” Hacen una ola. Agitan pancartas con mi nombre. “Gracias por los recuerdos, Andre”. “Esta es la casa de Andre”.
Baghdatis informa de que está listo para continuar. Acaba de ponerse por delante y va ganando él, lo que debería haberle proporcionado un chute de energía mental. En cambio la pausa parece haberle roto el ritmo.
Le rompo el saque. Volvemos a estar igualados.
Durante los seis juegos siguientes, cada uno mantiene el servicio. Cuando vamos 4-4 y sirvo yo, nos enzarzamos en un juego que parece durar una semana entera, uno de los más extenuantes y raros de toda mi carrera.
Gruñimos como animales, golpeamos como gladiadores; su drive, mi revés.
El público, en el estadio, deja de respirar. Incluso el viento deja de soplar. Las banderas no ondean y se posan, mustias, sobre las astas.
Cuando vamos 40-30, Baghdatis lanza un drive rápido que me obliga a abandonar mi posición. Apenas llego a tiempo de colocar la raqueta en su sitio. Consigo que la pelota llegue al otro lado de la red – gritando de agonía -, y entonces él me devuelve con fuerza mi revés.
Yo tengo que correr en la dirección contraria – ¡ah, mi espalda!-, y alcanzo la pelota por los pelos. Pero me he torcido la columna. Se me ha agarrotado la columna vertebral, y los nervios, en su interior, gritan de dolor. Adiós cortisona.
Baghdatis devuelve una pelota ganadora a media pista, y mientras la veo avanzar sé que, desde ahora hasta el final del partido, ya he dado lo mejor de mí. Haga lo que haga a partir de ahora, limitará y comprometerá mi salud y movilidad futuras.
Me fijo en Baghdatis para ver si se ha percatado de mi dolor. Pero veo que cojea. ¿Cojeando? Tiene un calambre. Se echa al suelo, agarrándose las piernas. Su dolor es más intenso que el mío.
Mientras se retuerce en el suelo, me doy cuenta de que todo lo que tengo que hacer es quedarme en mi sitio, muy tieso, y mover esa maldita bola de un lado a otro un rato más: sus calambres harán el resto.
Abandono toda idea de sutileza y estrategia. Me digo a mí mismo: limítate a lo fundamental. Cuando juegas con alguien lesionado, todo se reduce a instinto y reacción. Esto ya no va a ser tenis, sino una prueba pura y dura de voluntades. Se acabaron los amagos, las fintas, los juegos de pies. A partir de ahora, sólo ganchos y golpes directos.
De nuevo en pie, Baghdatis también ha abandonado la estrategia, ha dejado de pensar, lo que le convierte en un rival más peligroso. El dolor lo enloquece, y la locura resulta impredecible, sobre todo en una pista de tenis.
Cuando vamos 40 iguales, fallo el primer saque y le regalo un segundo servicio blando, lento, a poco más de 110 km/h, que él aprovecha para descargar.
Gana el punto. Ventaja para Baghdatis.
Mierda. Me echo para adelante. ¿Este tío no puede moverse, y aun así me gana un punto cuando saco yo?
Ahora, una vez más, me encuentro a punto de quedar por detrás, 4-5, lo que llevaría a Baghdatis a disponer de un juego de partido, sacando él.
Cierro los ojos. Vuelvo a fallar mi primer saque. Disparo el segundo, tentativo, apenas para poner en marcha la jugada, y no sé por qué él me devuelve un drive fácil. Volvemos a 40 iguales.
Cuando tu mente y tu cuerpo se tambalean al borde del abismo absoluto, un punto regalado como ése es algo así como si el gobernador te conmutara la pena de muerte.
Fallo una vez más el primer saque. Saco por segunda vez, y él me lo devuelve blando. Otro regalo.
Ventaja para Agassi.
Estoy a punto de ponerme por delante 5-4. Baghdatis tuerce el gesto y contraataca. No se rendirá. Gana el punto. Tercer deuce.
Me prometo a mí mismo que si vuelvo a obtener ventaja, no la dejaré escapar.
Ahora ya no es que Baghdatis tenga calambres; es que está inválido. Espera mi saque totalmente doblado. No concibo que sea capaz de mantenerme en la pista, y mucho menos de estar poniéndome las cosas tan difíciles. Este tío tiene tanto pundonor como pelo.
Siento compasión por él, aunque a la vez me digo que no debo mostrar la más mínima piedad.
Saco. Él consigue restar, y en mi impaciencia por lleva la pelota tras la línea de saque, me paso de largo. Fuera. Una muestra de bloqueo por mi parte. Claramente. Ventaja para Baghdatis.
Con todo, no puede sacarle rendimiento. Durante el siguiente punto, envía una pelota bastante más allá de la línea de fondo. Cuarto deuce.
Libramos un punto muy largo, que termina cuando le lanzo una bola pasada al fondo que no consigue devolverme.
Ventaja para Agassi. Otra vez.
Me he prometido que no volvería a desperdiciar esta oportunidad si volvía a presentárseme, y aquí está. Pero Baghdatis no me deja cumplir con mi promesa, y se anota enseguida el siguiente punto. Por quinta vez, 40-40.
Jugamos un punto largo hasta el absurdo. No sé por qué, pero todas las pelotas que tira él rozan alguna línea, y todas las que tiro yo superan la red.
Drives, reveses, golpes imposibles, lanzamientos en plancha sobre el suelo…, hasta que él devuelve un tiro que roza la línea de fondo y rebota sólo un poco, imprevisiblemente hacia un lado. La alcanzo cuando sube, y la envío por encima de él, y más allá de la línea de fondo.
Ventaja para Baghdatis.
Limítate a lo básico, Andre. Hazlo correr, hazlo correr. Está cojo, así que tienes que obligarlo a correr. Saco yo, él me devuelve un tiro muy blando, yo le hago ir de un lado a otro hasta que grita de dolor y envía la pelota a la red. Sexto deuce.
Mientras espero para sacar de nuevo, Baghdatis se apoya en la raqueta, que usa como un viejo usaría un bastón. Sin embargo, cuando fallo el primer saque, él se echa hacia delante y se incorpora un poco, como un cangrejo, y con su bastón de anciano coloca la pelota fuera del alcance de mi drive.
Ventaja para Baghdatis.
Es la cuarta vez que tiene la posibilidad de ganar el juego. Yo lanzo un primer saque tímido, tan débil, tan cobarde, que incluso yo a los siete años me habría avergonzado de lanzarlo así. Y sin embargo Baghdatis me lo devuelve a la defensiva. Le lanzo un drive. Su tiro se estrella contra la red.
Ya vamos por el séptimo deuce.
Otro primer saque. Llega a devolverlo, pero la pelota toca la red y de ahí no pasa.
Ventaja para Agassi.
Vuelvo a tener el juego en mi saque. Recuerdo la promesa que ya me he hecho dos veces. Ahí tengo otra última oportunidad. Pero noto espasmos en mi espalda.
Apenas puedo volverme, y mucho menos lanzar la pelota muy arriba y golpearla a más de 190 km/h. Fallo el primer saque, cómo no.
Quiero machacar en el segundo, mostrarme agresivo. Pero no puedo. No puedo físicamente. Me digo a mí mismo: golpea hasta los tres cuartos, colócale la pelota por encima del hombro, hazle correr de un lado a otro hasta que escupa sangre. Pero no cometas doble falta.
Es más fácil decirlo que hacerlo. El cuadro de saque se encoge. Veo con mis propios ojos cómo disminuye su tamaño. ¿Los demás también lo ven?
El cuadro de saque tiene ahora el tamaño de un naipe; es tan pequeño que no sé si cabría la pelota aunque me acercara hasta allí y la depositara encima. Mi saque es tan largo que va fuera. Claro. Doble falta.
Octavo deuce. 40-40.
El público grita, incrédulo.
Consigo poner la pelota en movimiento en el siguiente primer saque. Baghdatis resta un golpe muy profesional. Con tres cuartas partes de su campo totalmente abiertas, le lanzo la pelota al fondo, forzando su revés, a tres metros de donde se encuentra. Corre como puede hacia ella, agita la raqueta sin fuerzas, no llega.
Ventaja para Agassi.
N el vigésimo segundo punto del juego, tras un breve intercambio de golpes, Baghdatis finalmente estrella un revés contra la red.
Juego para Agassi, 5-4.
Durante el cambio de campo, miro a Baghdatis, que se ha sentado. Craso error el suyo. Un error de juventud. Cuando uno tiene un calambre, no debe sentarse nunca.
No hay que decirle nunca al cuerpo que es hora de descansar para después añadir: “¡Era broma!”. Así no va a ser capaz de servir. No va a ser capaz de levantarse de esa silla.
Pero entonces sale a la pista y saca. ¿Qué es lo que hace que ese hombre se mantenga en pie? Ah, sí, claro, la juventud.
Vamos 5 iguales, y jugamos un juego agarrotado. Él comete un error, busca un K.O. Pero yo contraataco y gano.
Me pongo por delante, 6-5.
Saca él. Me va ganando 40-15. Está a un punto de forzar el tie-break. Pero yo presento batalla y alcanzo el empate. 40-40.
A continuación gano el siguiente punto, y tengo ante mí un punto de partido.
Intercambiamos unos golpes rápidos, endiablados. Él golpea de drive, y apenas la pelota abandona las cuerdas de su raqueta, yo sé que irá fuera.
Sé que he ganado el partido, y en ese mismo instante me doy cuenta de que no habría tenido energía para ejecutar un solo movimiento más.
Me acerco a la red para saludar a Baghdatis. Le estrecho la mano temblorosa y abandono enseguida la pista. No me atrevo a detenerme. “Tengo que seguir moviéndome”.
Me tambaleo por el túnel, con la bolsa colgada del hombro izquierdo, aunque la siento como si la llevara colgando del derecho, porque tengo todo el cuerpo torcido.
Cuando llego al vestuario, ya no soy capaz de dar un paso más. No soy capaz de seguir en pie. Me estoy cayendo al suelo. Estoy en el suelo. Llegan Darren y Gil, me quitan la bolsa del hombro y me suben a una camilla. Los preparadores de Baghdatis lo acomodan a él sobre la camilla contigua.
Darren, ¿qué me ocurre?
Tiéndete, tío, estírate.
No puedo, no puedo…
¿Dónde te duele? ¿Es un calambre?
No, es una obstrucción. No puedo respirar.
¿Qué?
No puedo…Darren…no puedo…respirar.
Darren está ayudando a alguien a ponerme hielo sobre el cuerpo, me levanta los brazos, llama a un médico. Me suplica que me estire, que me estire.
Suéltalo, tío. Desténsate. Tienes el cuerpo trabado. Suéltate, tío, suéltate. Pero no puedo. Y ése es precisamente el problema, ¿no? Que no soy capaz de soltarme.
Gil me alarga una bebida de recuperación. Te quiero, Gil. Stefanie me besa en la frente y me sonríe, no sé si contenta o nerviosa.
Un asistente me dice que los médicos vienen en camino. Enciende el televisor instalado sobre la camilla. Para tener algo que hacer mientras espera, dice.
Intento ver algo. Oigo gemidos a mi izquierda. Vuelvo la cabeza despacio y veo a Baghdatis en la camilla de al lado. Su equipo está trabajando en él. Le estiran los cuadríceps, lo calambres del tendón de la corva.
Intenta tenderse totalmente plano y siente un calambre en la entrepierna. Se acurruca hecho un ovillo y suplica que le dejen solo. Todo el mundo sale del vestuario.
Nos quedamos a solas, él y yo. Vuelvo a fijarme en el televisor.
Momentos después algo hace que me fije otra vez en Baghdatis. Está sonriendo. ¿Contento o nervioso? Tal vez las dos cosas. Yo también le sonrío.
Oigo mi nombre en la tele. Vuelvo la cabeza. Momentos destacados del partido. Los primeros sets, engañosamente fáciles. El tercero: Baghdatis empieza a creer. El cuarto, la pelea a machetazos. El quinto, ese noveno juego interminable. Del mejor tenis que he jugado en mi vida. Y del mejor tenis que he visto jugar. El comentarista lo define como “clásico”.
Alargo la mano, agarro la suya, y permanecemos así, cogidos de la mano, mientras en el televisor se suceden las imágenes de nuestra batalla salvaje.Por el rabillo del ojo detecto un ligero movimiento. Me vuelvo y veo que Baghdatis me alarga la mano. Su rostro dice: eso lo hemos hecho nosotros.
La gente me pregunta cómo es la vida de un tenista, y yo nunca sé cómo describirla. Es un remolino doloroso, emocionante, espantoso, asombroso. Llega a ejercer incluso una fuerza centrífuga contra la que llevo tres décadas luchando.
Ahora, boca arriba, en las entrañas del Arthur Ashe Stadium, con mi mano en la mano de un rival derrotado, y a la espera de que alguien venga a ayudarnos, hago lo único que puedo hacer.
Dejo de luchar contra esa fuerza. Cierro los ojos, y la observo. Nada más.
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No hay mucho más que añadir. Leed el resto del libro. Os gustará.
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Fuente: «Open. Memorias» – Andre Agassi.