James Surowicki demuestra en su libro «Cien mejor que uno» que los mercados de decisión, bajo ciertas condiciones, en donde la opinión de una «masa» de personas, que incluye expertos, pero también muchos más «tarugos», es la que prevalece, aciertan mucho más que los equipos de expertos.
Recupero un fragmento de la introducción de libro que resume la tesis del autor con una simpática anécdota de la vida de Francis Galton, notable científico británico:
Un día de otoño de 1906, el científico británico Francis Galton salió de su casa en la ciudad de Plymouth para visitar una feria rural. Galton tenía ochenta y cinco años y empezaba a acusar el peso de la edad. En su interior, sin embargo, aún ardía la curiosidad que le hizo notable y notorio por sus estudios sobre estadística y sobre las leyes de la herencia. Ese día, lo que suscitaba la curiosidad de Galton era la ganadería.
Por eso iba a la feria anual avícola y ganadera del oeste de Inglaterra. En aquel mercado regional, los tratantes y los productores de la zona se reunían para valorar la calidad del vacuno, de los corderos, de los pollos, de los cerdos y de los caballos en oferta.
Pasear entre alineaciones de establos contemplando percherones y sementales de concurso puede parecer una ocupación extraña para un científico que además era un anciano. Pero tenía su lógica. A Galton le obsesionaban dos temas: los procedimientos para medir las cualidades fisicas y mentales, y los métodos de selección reproductiva. ¿Y qué mejor observatorio sino una feria, al fin y al cabo, para apreciar los efectos de la buena y la mala reproducción?
El interés de Galton por la selección reproductiva era consecuencia de una convicción suya, la de la escasez de individuos dotados de las características necesarias para mantener la buena marcha de la sociedad.
Había dedicado buena parte de su carrera a medir dichas características o, mejor dicho, a demostrar que la inmensa mayoría de las personas carecía de ellas. Como, por ejemplo, cuando presentó en la Exposición Internacional de 1884 de Londres un «Laboratorio Antropométrico» donde se exhibían dispositivos inventados por él, para que los visitantes que lo desearan sometieran a prueba, entre otras cosas, su «agudeza visual y auditiva», su «percepción del color» y su «discernimiento óptico y tiempo de reacción».
Como resultado de sus experimentos, había perdido la fe en la inteligencia del individuo medio: «Es tanta la estupidez y la mala fe de muchos hombres y mujeres, que apenas resulta creíble». Por tanto, Galton consideraba que el poder y el control debían quedar en manos de una minoría de elegidos, escrupulosamente seleccionados, para que la sociedad pudiera desarrollarse fuerte y sana.
Ese día, mientras paseaba por la feria, Galton se tropezó con un concurso de pesada a ojo. Habían seleccionado un buey bien cebado y, mientras lo tenían expuesto, los miembros de una cada vez más numerosa concurrencia formaban cola para hacer apuestas por el peso del animal (para ser exactos, no se apostaba al peso de la res en vivo sino al que daría en canal una vez sacrificada).
Por seis peniques uno adquiría un billete sellado y numerado en el que escribía su nombre, su dirección y su estimación. Las estimaciones más aproximadas tendrían premio.
Ochocientos espectadores probaron suerte. Eran gente muy variopinta. A muchos de ellos, carniceros y granjeros, se les supondría mejor ojo para aquel tipo de cálculo, aunque también los había sin ninguna relación con los oficios ganaderos.
«Muchos no expertos participaron también», escribió más tarde Galton en la revista científica Nature. «Eran como esos oficinistas y otras gentes que sin saber nada de caballos arriesgan su dinero a las carreras haciendo caso de los periódicos, de las amistades y de sus propios presentimientos.»
La semejanza con la democracia –donde rige el principio de cada hombre, un voto, por más diferentes que sean las aptitudes y los intereses-, se le ocurrió inmediatamente a Galton. «La aptitud del apostante medio para realizar una estimación exacta acerca del peso de una res en canal probablemente sería comparable a la del votante medio para juzgar los pros y los contras de la mayoría de las cuestiones políticas sobre las cuales se vota», escribió.
Le interesaba a Galton descubrir lo que sería capaz de hacer el«votante medio», porque deseaba corroborar su tesis de que el votante medio no era capaz de casi nada. Por eso convirtió aquella apuesta en un improvisado experimento social.
Cuando acabó el concurso, Galton pidió los boletos a los organizadores y los sometió a una serie de pruebas estadísticas. Puso por orden las estimaciones desde la más alta hasta la más baja (787 en total, tras desechar trece boletos ilegibles), y dibujó el gráfico para ver si adoptaba la curva en forma de campana.
Entre otros cálculos, sumó las estimaciones de todos los participantes y sacó la media aritmética. Esa cifra representaría, pudiéramos decir, la sabiduría colectiva de la multitud de Plymouth. Si esa multitud pudiera condensarse en una sola persona, esa cifra media habría sido su estimación en cuanto al peso del buey en canal.
Sin duda Galton había previsto que la media del grupo iba a desviarse mucho de la realidad. Al fin y al cabo, si uno reúne a un pequeño número de personas muy inteligentes con otras mediocres y un gran número de tontos, parece lógico que la respuesta en común va a ser probablemente una tontería.
Pero Galton estaba equivocado. La multitud había calculado que el buey pesaría en canal 1.207 libras. Según los registros del matadero el peso real fue de 1.198 libras, menos de un 1% inferior.
O, dicho de otro modo, el criterio de la multitud había sido prácticamente perfecto. Tal vez la selección no importaba tanto, después de todo. Galton escribió más tarde: «El resultado parece abonar la fiabilidad del criterio democrático en mayor medida de lo que era de esperar». Discreta manera de decirlo.
Lo que casualmente descubrió Francis Galton ese día en Plymouth fue la verdad simple, pero poderosa, que constituye el tema del presente libro:
que dadas unas circunstancias adecuadas, los grupos manifiestan una inteligencia notable, y con frecuencia son más listos que los más listos de entre ellos.
Para que eso suceda, no es necesario que el grupo esté dominado por sus inteligencias más sobresalientes. E incluso aunque la mayoría de sus componentes no estén especialmente bien informados ni sean excepcionalmente racionales, todavía es posible que el grupo alcance una decisión sabia.
Lo cual es buena cosa, porque los seres humanos no estamos diseñados para decidir a la perfección, sino que somos «racionales dentro de unos límites» como dice el economista Herbert Simon. La capacidad de prever el porvenir es limitada.
Muchos de nosotros no tenemos los conocimientos ni las ganas para abordar complicados cálculos de coste-beneficio. En vez de empeñarnos en hallar la mejor decisión posible, a menudo nos conformaremos con una que nos parezca suficientemente buena.
Con frecuencia permitimos que las emociones afecten a nuestros juicios. Pese a todas estas cortapisas, cuando nuestros juicios imperfectos se suman de la manera idónea, nuestra inteligencia colectiva suele resultar excelente.
Esta inteligencia, o lo que yo he llamado «la sabiduría de la multitud», en la realidad se presenta bajo diferentes disfraces. Es la razón por la cual el motor de búsqueda Google puede explorar mil millones de páginas de Internet y dar con la única que contiene la información que se le ha pedido.
Es la razón de que sea tan dificil ganar millones apostando a las quinielas de la Liga de fútbol. Y de paso explica por qué desde hace quince años, allá en las llanuras de lowa, un colectivo formado por un centenar de aficionados a las operaciones de bolsa viene prediciendo los resultados electorales con más exactitud que las encuestas de Gallup.
La sabiduría de la multitud tiene algo que decirnos acerca de por qué funciona el mercado de valores (y por qué, tan a menudo, deja de funcionar). La idea de la inteligencia colectiva contribuye a explicar por qué, si sale uno a las dos de la madrugada en busca de un establecimiento abierto para comprar leche, encontrará allí un cartón de leche esperándole.
E incluso nos dice algunas cosas importantes acerca de por qué la gente paga los impuestos y por qué ayuda a entrenar al equipo de su hijo. La ciencia precisa de ese ingrediente, que además puede marcar la gran diferencia en cuanto a la manera en que las empresas llevan sus negocios.
En cierto sentido, este libro intenta describir el mundo tal como es, considerando cosas que no guardan semejanza a primera vista pero finalmente resulta que se parecen mucho. Pero también quiere tratar del mundo tal como podría ser. La sabiduría de la multitud tiene muchos rasgos sorprendentes y uno de ellos es éste: que, si bien sus efectos nos rodean por todas partes, es dificil verla e, incluso cuando la hemos visto, cuesta admitirlo.
La mayoría de nosotros, en tanto que votantes, inversores, consumidores o directivos, creemos que los conocimientos valiosos están concentrados en muy pocas manos (o, tal vez sería mejor decir, en muy pocas cabezas).
Estamos convencidos de que la clave para resolver problemas o tomar buenas decisiones estriba en hallar a la persona adecuada que tiene la solución. Aunque veamos que una gran multitud de personas, muchas de ellas no especialmente bien informadas, hace algo tan extraordinario como, digamos, predecir los resultados de unas carreras de caballos, tendemos a pensar que este éxito se debe a unos cuantos tipos listos que andan entre la multitud, no a la multitud misma. Como dicen los sociólogos Jack B. Soll y Richard Larrick, sentimos la necesidad de «buscar al experto».
El argumento de este libro es que no hay que ir a la caza del experto, porque eso es una pérdida de tiempo y muy costosa por más señas. Lo que debemos hacer es dejar de buscar y consultar a la multitud (que, por supuesto, contiene tanto a los genios como a todos los demás). Tenemos muchas posibilidades de que ella sepa.
Para más información se puede consultar este artículo.
Fuente: «Cien mejor que uno», James Surowicki